Pasadas las diez de la noche del domingo 12 de junio de 1994, la celebridad del deporte y el cine estacionó en la puerta de la casa de Nicole Brown, su ex esposa. Tenía una gorra, guantes, un cuchillo y ganas de matar. Asesinó a la mujer y a Ronald Goldman, un joven de 25 años que estaba ahí por una casualidad. La secuencia de un doble crimen por el que resultó absuelto, “el juicio del siglo” y su extraña confesión.
Nicole y OJ se habían conocido en 1977 en un club nocturno de Beverly Hills. Él jugaba su último año en Buffalo Bills -ya había sido el líder anotador y el jugador más valioso de la NFL- y participaba en la miniserie de televisión Roots y en la película de suspenso The Cassandra Crossing. Ella quería ser modelo y fotógrafa, trabaja como moza y nunca había oído del corredor estrella de la liga de fútbol americano devenido a actor. Él la sedujo. Ella se enamoró. Él llevaba una década de casado con Marguerite Whitley y era padre de Arnelle, Jason y Aaren, quien nació ese mismo año y murió trágicamente cuando aún era una bebé de meses.
Ella tenía 18 años. Él, 30. La relación, dentro de la clandestinidad, había escalado a la formalidad. Ella abandonó la universidad y fue a convivir con él. El proceso de separación de su primera esposa demoró dos años: se divorciaron en 1979, pero el matrimonio había fracasado hace tiempo. El 21 de julio de 1984, cuatro años después de su retiro deportivo, OJ Simpson corrió por la ruta de la costa del Pacífico con la llama olímpica. Asumió el paso por la California Incline, un tránsito en pendiente ascendente por Santa Mónica. “Cada vez que pensaba que me estaba cansando de subir esa colina, escuchaba los aplausos de la multitud y eso me mantenía adelante”, dijo. Su foto con la insignia del olimpismo fue tapa de Los Angeles Times. Detrás de él, corría su por entonces novia Nicole Brown.
Se casaron al año siguiente, el 2 de febrero, y el 17 de octubre nació Sydney, su primera hija. Tres años después, el 6 de agosto de 1988, nació Justin, el segundo y último hijo de la pareja. Pero nada era tan idílico como se suponía. Simpson justificaba sus infidelidades diciéndole a su mujer que había engordado demasiado en el embarazo. El abuso psicológico escalaba progresivamente. El abuso físico crecía aceleradamente. El primero de enero de 1989, la policía llegó a la casa. Ella, dice el New York Times, “salió corriendo de entre los arbustos gritando: ‘¡Me va a matar! ¡Me va a matar!’”. Estaba herida: tenía el labio cortado, un ojo morado y un moretón en el cuello. Debió recibir asistencia en un hospital.
No era la primera vez que la policía acudía a su mansión en Brentwood. Las denuncias no eran nuevas. Peor: estaban naturalizadas por su entorno y por los organismos de seguridad, que relativizaban la violencia de género, en un signo cultural de época. Habían sido nueve las llamadas de Nicole Brown a la policía de Los Ángeles para exigir que detuvieran las amenazas y agresiones de su marido. El incidente de Año Nuevo fue un pequeño umbral en la vida del popular OJ. Lo arrestaron y lo acusaron de abuso conyugal. No se opuso: fue sentenciado, cuatro meses después, a brindar ciento veinte horas de servicio comunitario, a pagar una multa ínfima y a someterse a dos años en libertad condicional.
El vínculo amoroso había perecido. La relación subsistía por conveniencia comercial. Nadie creía que los abusos eran tales como ella los graficaba. Ni siquiera sus padres, que la instigaban a que no se divorciara. Se presume que Simpson tentó a su suegro con un acuerdo económico para que ella llamara a uno de sus sponsors y los convenciera de que, en verdad, la ex estrella de fútbol americano no era un padre violento o un ciudadano americano salvaje. Nicole Brown solicitó el divorcio el 25 de febrero de 1992: argumentaba “diferencias irreconciliables”.
Fuente: www.infobae.com
Foto: AP/Paul Hurschmann