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El gran escritor, que tuvo como obra más emblemática ¨Los Miserables¨, practicaba el footing, la equitación y la esgrima, y tomaba tres baños diarios.

El diario deportivo francés «L’Auto» publica este documento fotográfico, único e inédito hasta la fecha. En él se ve al poeta (a la derecha) cruzando el hierro con su amigo Augusto Vacquerie, en Guernesey. Esta foto pertenecía a los archivos de la casa de Víctor Hugo.

Toda su vida el gran poeta francés fue aficionado a la marcha; como a tantos otros, la cadencia del paso le proporcionaba la cadencia de la rima. La practicaba constantemente, a la vez por placer y por precauciones higiénicas.

En efecto; debe saberse que en la familia Hugo, como lo escribió el doctor Cabanés, hubo muchos casos mortales de apoplejía. El general, padre del poeta, fue uno de ellos. Así, desde la edad madura, Víctor Hugo, cuya infancia había sido frágil, delicada, debió abstenerse de ejercicios violentos y continuos para escapar al peligro de la presión sanguínea, tanto más desde que el poeta era un gran comilón. Tenía, en efecto, un apetito de lobo y un estómago de hierro.

El mismo solía decir: «La historia natural conoce tres grandes estómagos: el tiburón, el pato y… Víctor Hugo».

En 1832, los médicos creyeron descubrir en el gran escritor los síntomas de una enfermedad al corazón.

—¡Bah… lo vamos a ver! — exclamó el poeta y, despreciando los temores de los galenos, acto seguido se lanzó a caballo por la playa, corriendo a rienda suelta.

En su casa de Guernesey se levantaba a las tres de la mañana, tanto en invierno como en verano, y envuelto en un amplio abrigo rojo trabajaba hasta medio día sin interrupción, cubriendo con su escritura grandes hojas de papel azul pálido que el poeta iba tirando al aire a medida que las llenaba. Trabajaba frecuentemente de pie, pudiendo verse en su casa de la «Place des Vosges» el alto pupitre sobre el cual se acodaba.

A partir de 1870, a su vuelta del exilio, el escritor tomó la costumbre — siempre por precauciones de higiene — de efectuar todas las noches, después de la cena, una larga caminata, que es lo que llamaba «hacer sus mil pasos».

Gran amante del agua

Víctor Hugo gustaba enormemente del agua; si bien el agua había sido cruel para su corazón de padre, al arrebatarle dos de sus hijos en ocasión de aquel trágico paseo en bote, en Villequier.

El poeta, todos los días al acostarse — y en cualquier estación —hacía sus abluciones, arrojándose sobre la cabeza y los hombros el contenido de una jarra de agua helada, después de lo cual se adormecía, apoyando la cabeza sobre un travesaño de madera, pintado de rojo. Luego, al despertar se daba otra vez las mismas abluciones.

En Guernesey el poeta se bañaba todos los días, encontrándose en uno de sus innumerables «diarios», pues escribía su vida a medida que la vivía, esta nota alegre de escolar en vacaciones: «Estoy en mi vigésimo primer baño». ¡Tomaba, entonces, casi tres baños diarios!

Parece que fue precisamente, al decir de los médicos, el abuso que de los baños de mar hacía el poeta que le provocó un ántrax «formidable» a los riñones que le hizo sufrir larga y horriblemente.

Pero esto no fue más que un accidente y hay que creer que el régimen le convenía a maravilla, por cuanto el notable escritor gozó, hasta sus últimos días, de una excelente salud. Recuérdese lo que sobre él escribía Michelet: «Hugo tiene una fuerza «azotadora»; el poder de un hombre que marcha durante dos horas al aire libre y torna dos baños de mar por día».

Y, efectivamente, este hombre a quien los médicos pronosticaron en un tiempo el ataque de apoplejía y la enfermedad al corazón, conservó intactas, casi hasta la extrema vejez, todas sus facultades. Su persistente vigor le valió este elogio de su médico, el profesor Sée: «Si no se me dijera quién es el sujeto y se me hiciera auscultarlo y palparlo en una pieza obscura, yo siempre hubiera afirmado: este es el cuerpo de un hombre de cuarenta años».

¡Y… Víctor Hugo tenía sesenta y cuatro!

Fuente y foto: Revista «El Gráfico»

 

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